Existe un consenso científico acerca de la célebre frase de Charles Darwin: “No es la más fuerte de las especies la que sobrevive, tampoco es la más inteligente la que sobrevive. Es aquella que se adapta mejor al cambio”. A esto podemos añadirle el hecho de que los cambios hacen parte de nuestras vidas, nada es fijo y permanente; además, en la realidad actual, se dan a un ritmo sin precedentes.
A pesar de que es una constante en nuestra vida y es necesario para nuestra supervivencia, mostramos una resistencia natural a todo aquello que pueda alterar nuestra estabilidad emocional. Reflejo de ello son los tan repetidos refranes: “más vale lo malo conocido que lo bueno por conocer” o “Virgencita, Virgencita, que me quede como estoy”. Pero esta es una visión limitante ya que lo único a lo que aspiramos es a no estar peor de lo que estamos. Cualquier cambio viene acompañado de incertidumbre y ansiedad, que a menudo provoca conductas de huida o bloqueo. Como nos explica la psicóloga Alba Mar, “el proceso de cambio va ligado a un proceso de duelo, por lo que dejamos atrás y creemos perder”. Lidiar con los cambios implica, por lo tanto, contar con un foco nuevo de trabajo personal: querría en estas líneas que pudieras reflexionar sobre lo estimulante y enriquecedor que resulta poder vivir los cambios con una mayor apertura mental y emocional.
El ser humano forma parte de este mundo dinámico y, por tanto, está sujeto a múltiples cambios a los que debe adaptarse para mantener su estabilidad y bienestar psicológicos. Shlomo Breznitz, profesor de Psicología en la Universidad de Haifa de Israel, explicaba en un programa de Redes que los cambios benefician nuestro cerebro: “nuestro cerebro para mantenerse en forma necesita desafío, exigencia, cambio y movilidad”. Es importante salir de la rutina confrontando al cerebro a información nueva para generar neuroplasticidad autoinducida:
ampliar las redes neuronales y generar nuevas neuronas para ajustarnos a los retos que vivimos.
Todos tenemos la capacidad de cambiar, pero no todos la misma apertura al cambio. Mas si logramos comprender que todo cambia, que ese estrés que nos provoca puede ser nuestro mejor aliado, que el cambio trae nuevos conocimientos y experiencias, que constituye un proceso de transformación, aprendizaje y crecimiento, quizás podamos empezar a vivirlo como una oportunidad y disfrutemos del hecho de poder tener la capacidad de adaptar respuestas ante necesidades cambiantes.
Los cambios pasan por diferentes etapas; según los autores, las denominaciones de estas difieren. Podríamos hablar de cuatro grandes fases por las que pasamos:
- Negación/Precontemplación: es esa sensación de incredulidad, estamos más conectado/as con la percepción de que es una situación de peligro, perjudicial, desfavorable y no deseada y hay una gran confusión interna.
- Resistencia/Defensa/Contemplación: vamos comprendiendo el cambio, empezamos a valorar las ventajas y desventajas que ofrece el cambio, pero seguimos aferrados a nuestras creencias. Comienza ese “bueno, quizás”.
- Exploración/Preparación/Aceptación: hay una mayor apertura y predisposición. Percibimos el cambio como inevitable, necesario e incluso positivo. Y nos planteamos qué debemos de hacer, cuáles son esos cambios iniciales a llevar a cabo.
- Compromiso/Adaptación/Acción: adoptamos una actitud diferente que nos impulsa a crear y experimentar una nueva realidad.
Querría detenerme en el concepto de aceptación que para mí es clave: aceptar no es resignarse, conformarse, rendirse. Sí es abandonar una lucha infructuosa llena de exigencia y sufrimiento, pero sobre todo es: encontrar cierta paz ante aquellas circunstancias de la vida que no podemos controlar, poder observar desde la calma las leyes de la vida misma, permanecer en equilibrio mientras contemplas la realidad, cooperar incondicionalmente con lo inevitable, en definitiva, es acoger la vida tal y como se presenta.
Ahora sólo nos queda ejercitar la flexibilidad en el día a día. Y ¿cómo lo podemos hacer? Es el momento de:
- Revisar nuestras percepciones: tomemos conciencia de nuestras distorsiones; cuántas veces caemos en generalizaciones, estereotipos, proyecciones, somos selectivos con lo que percibimos…
- Poner en tela de juicio nuestras creencias: nuestras interpretaciones de la realidad son muchas veces irracionales; transformemos nuestros pensamientos para que sean más ajustados a la realidad y más eficientes.
- Volver a cuestionar nuestra escala de valores: cuáles siguen siendo válidos en el presente, cuántos de ellos son fundamentales en mi vida, cuáles son “heredados” pero no compartidos o lo son parcialmente, con matices si definiéramos su significado para nosotro/as, …
- Conectar y conocer al otro desde la empatía: aprovechemos la diversidad para entender las circunstancias particulares; tomemos consciencia de sentimientos, necesidades y preocupaciones ajenas; respeta y reconoce como válidas las perspectivas diferentes a las que estás acostumbrado/a, muéstrate receptivo/a a la escucha y entendimiento de la realidad del otro.
- Sé firme con tus objetivos, pero flexible con los métodos para alcanzarlos: desactiva el automático y genera alternativas nuevas, lista posibles soluciones distintas a las que estás acostumbrado/a.
- En definitiva, aprende a ver la gran variedad de grises.
La flexibilidad cognitiva es una garantía de equilibrio mental y nos permite adaptarnos mejor las distintas y nuevas situaciones cotidianas. Aceptar el cambio nos hace más sabios y resilientes. Tendamos un puente al cambio en vez de pegarle un portazo.
Terminemos una semana más con una cita de James Dean: “Un hombre no puede cambiar la dirección del viento, pero sí puede cambiar la orientación y el sentido de las velas”.
¡Mucho ánimo y recuerda #YoMeAdapto¿YTú?!
Berenguela Monforte Sáenz
Unidad de Psicoterapia y Formación
Escuela Técnica Superior de Ingenieros Industriales – UPM